Marx en Nueva York

Esta mañana me di una vuelta por la feria del libro de Pamplona. No sabía que se estaba celebrando hasta que leí en un periódico local una crónica en la que el o la cronista, que no había tenido reparos en nacionalizar española a Isabel Allende, hacía un repaso de como había ido la feria el fin de semana: se había vendido mucho producto de temática local, pero sin olvidar tampoco a los autores de la tierra. Aunaba ambos aspectos un libro sobre los vascones escrito por un compañero mío de trabajo, electricista en la sección de mantenimiento. Antes escribió otro sobre los castillos de Navarra con profusión de fotografías aéreas. Lo curioso es que aquellas fotos las había sacado el propio autor desde un ultraligero, y aquel ultraligero lo había construido artesanalmente otro compañero de mantenimiento con un motor de coche. Lo leí en la revista de la empresa. Ahora comprendo como la denostada sección de mantenimiento no es lo bastante eficiente: son gente con la cabeza en otra parte.

Mientras paseaba ojeando los anodinos mostradores, una señora preguntaba a voz en cuello por el libro “de una periodista que está casada con Paco Lobatón”. Le acompañaba otra señora con perrito que ejercía de memoriosa: “¡Mari Pau Domínguez!”, aclaraba. El insensible librero no lo tenía en el chiringuito, pero la señora lo podía comprar en la tienda, en la que le harían el mismo descuento.

En el centro del cuadrado que formaban las casetas, se encontraban los jóvenes del 15-M en un ordenado poblado de tiendas de campaña y rodeados de eslóganes y frases, algunas ingeniosas, otras enternecedoras, muchas larguísimas. El difícil arte de la concisión: desde que ya no se escribe en las puertas y las paredes de los váteres, el género literario del aforismo está en horas bajas. Tal vez sería el momento de reivindicar a Lichtenberg, del que, no sé por qué razón, me ha venido a la cabeza esta peligrosa frase: “Con poco ingenio se puede escribir de tal forma que otro necesite mucho para entenderlo”.

De todos los libros que han suscitado mi interés, sólo he terminado comprando uno: Nueva York, de Pier Paolo Pasolini. De un tiempo a esta parte voy coleccionando libros sobre Nueva York. Comencé con Mi Nueva York, de Brendan Beham, en el que el escritor irlandés nos da su entusiasta visión de la ciudad: “Y pienso que cualquier persona que vuelva a casa después de estar en Nueva York encontrará también bastante oscuro su lugar de origen”. No deja tampoco de arrastrar por tierra alguno de sus mitos. Luego tropecé con Nueva York, de Henry James, una colección de relatos seleccionados que nos hablan de una ciudad aristocrática de finales del diecinueve. El anterior al Pasolini fue Esto es Nueva York, de E.B. White, antiguo periodista y editor de la mítica revista The New Yorker, (a la que también me he suscrito en este afán por vivir en el centro del mundo sin salir de mi casa) en el que nos habla de los miles de personas que cada mañana acuden a Manhattan a trabajar procedentes del extrarradio, donde viven, pero que son incapaces de vivir la ciudad, porque la vida de esta superciudad, en el fondo, es una vida de barrio.

En cuanto al Nueva York de Pasolini, su principal característica es que no habla nada de Nueva York. El libro está compuesto de una introducción que el librero me ha avisado que era “demasiado académica”. Así que me la he saltado y he ido directamente al meollo, que no es otra cosa que una entrevista destinada a los estudiantes de literatura italiana de no sé qué universidad americana. Me ha sorprendido Pasolini con un lenguaje que era una especie de cóctel de pensamiento marxista, estructuralismo lingüístico y existencialismo de cuello vuelto. No sabe uno que extrañas formas adquieren los fantasmas del pasado. A esa manera de explicar el mundo le ha caído el tiempo encima, como se dice de los libros o las películas o la decoración de interiores: suena acartonada y falsa, de una seriedad incompatible con cualquier forma de pensamiento productivo. Es cierto que Pasolini también nos habla de su madre, de los autores que le empujaron a escribir poesía, o de porqué adoptó el dialecto friulano en alguno de sus libros, algo que aligera un poco la pesadez del discurso político-social.

El libro acaba con un texto en el que Pasolini se pregunta por qué no ha calado el marxismo en la sociedad americana. Para entonces ya estoy tan confuso, mi mente tan vapuleada, que mi pensamiento se ha ido por los cerros de Lichtenberg. Suya es también esta frase: “Siempre es preferible darle el tiro de gracia a un escritor que perdonarle la vida en una reseña”.

¿Y quién soy yo para juzgar a Pasolini?

¿Acaso juzgaría el librero este texto demasiado académico, o superficial, o falto de todo interés?