Turismo y maldad

BolañoUn pueblo del Mediterráneo, los últimos días de verano. El escenario ideal para un anuncio de Martini. La tarde languidece, el calor remite, impecables camisas blancas sobre cuerpos bronceados, un vaso que contiene un líquido rojo, unos perfectos cubos de hielo, una rodajita de naranja. Se encienden las luces de la noche, comienza la música: ¡Ah, la joie de vivre, la dolce vita! La vida es una promesa de felicidad estival.

Pero Roberto Bolaño no lo ve así del todo. Para él puede ser el escenario ideal para la actuación del mal. Menudo aguafiestas.

Dijo una vez que si tuviera que identificar un lugar con el mal, ese sería el desierto de Sonora, el que acoge la frontera entre los Estados Unidos y México, el de la terrible Ciudad Juárez, el epicentro geográfico sobre el que giran la cinco partes de 2666; el escenario de Meridiano de sangre, aquella novela de Cormac McCarthy que reseñó alguna vez, en la que el juez Holden, calvo y albino, viola y asesina sin medida; el desierto de fondo de Breaking Bad, la serie que indaga sobre como un apocado profesor de secundaria puede transformarse en un ser implacable. Pero él ya sabía que el mal no tiene domicilio fijo ni el amenazante aspecto de un skin-head, y un lugar playero del mediterráneo español con sus turistas tostados y sus lugareños discotequeros es el escenario de fondo de El Tercer Reich, la aparentemente primera novela escrita por Roberto Bolaño.

Descubrir que el mal se puede esconder tras lo apacible o lo dichoso tampoco es un descubrimiento del otro mundo, es una de esas ideas recurrentes de andar por casa. Lo que singulariza a El Tercer Reich es que la maldad es ambiental, como un ruido de fondo, como esos inacabables sonidos graves e inquietantes de las películas de David Lynch que acompañan a las escenas más oscuras, que no termina de manifestarse, que parece esconderse tras personajes misteriosos que viven en el centro de intrincados micromundos (personajes kurtzianos en el corazón de la tinieblas), como el dueño enfermo del hotel en el que se aloja el protagonista o el encargado de un negocio de patines playeros, pero también tras un amigo de verano que coincide en tu hotel, una de esas “amistades efímeras […] concebidas sólo para ahuyentar la más mínima sospecha de aburrimiento” y dos jóvenes habitantes del pueblo cuyo comportamiento parece moverse en la confusión entre diversión y violencia. Todos estos personajes giran en torno a un juego de estrategia sobre la II Guerra Mundial, el que da título a la novela, el verdadero epicentro de la historia, un juego de mesa que viene a ser un lugar libre de las leyes morales, y del que el protagonista, Udo Berger, es un consumado competidor y un articulista solicitado por las mejores revistas especializadas.

Siempre dijo Bolaño que admiraba a aquellos escritores que eran lo suficientemente valientes para meter su cabeza en el lado oscuro, para asomarse al abismo y volver para contarlo. En su primer ejercicio novelístico no pudo ser más coherente con esa idea. Pero lo que más me gusta de Bolaño es esa capacidad para introducirte en su mundo mental, por medio de su prosa envolvente de poeta, sus enumeraciones implacables, su uso de los diferentes registros lingüísticos, su ironía. Bolaño domina el difícil arte de ser complejo mediante la sencillez. Porque Bolaño, ya se ha dicho muchas veces, es un poeta; un poeta metido a narrador. Es su imaginación poética y su libertad en el uso de las palabras lo que verdaderamente hace especial su obra.

Esta novela póstuma rescatada de su ordenador ya contiene muchas de las obsesiones del chileno. De hecho, puesto que  toda su obra es un único organismo del que esta novela no es sino una parte más, se puede decir que El Tercer Reich contiene todas las novelas de Bolaño, como las células de un organismo, que contienen toda la información genética del mismo.

Beckfordiana

MemoBioLa primera obra que traduje en mi vida fue un cuento de Kurt Vonnegut que desvelaba un terrible secreto: Thomas Edison no había inventado en realidad el filamento de la bombilla, sino que fue su perro quien le transmitió el hallazgo con la promesa de que nunca desvelara un secreto aún más terrible, que los perros son seres pensantes y hablantes, y muy sabios, sólo que lo disimulan para poder continuar con su vida ociosa.

Aquella experiencia me enseñó que traducir, aunque sea un texto breve y divertido, tiene más que ver con la tortura de un rompecabezas que con lo que hasta ese momento yo tenía por placentero.

Tiempo después, habiendo asimilado y superado aquella temprana enseñanza y aceptando que la tortura de un rompecabezas podría considerarse como una forma de placer superior, me animé a traducir un libro que, aunque podría calificarse de divertido, tenía la dificultad de estar escrito en el inglés del siglo XVIII. Se trataba de Biographical Memoirs of Extraordinary Painters (1780), de William Beckford. Impoético Etcétera me había dejado la traducción de Jorge Mara para Alfaguara del año 1978 y pensé que quizás una nueva traducción actualizada podría tener alguna salida. Cuando me encontraba en el proceso de corrección apareció publicada por Sexto Piso una nueva versión española del malogrado Miguel Martínez-Lage. Estupenda, por supuesto, así que todo mi trabajo sigue guardado en el cajón. Una nueva enseñanza: hay que andar mejor de reflejos.

Es la primera obra escrita por Beckford, quien, como dicen los eruditos, pasará a la Historia de la Literatura como el autor de Vathek (1786), una obra precursora de la novela gótica inglesa, tradición que ha producido una larga lista de obras y de cultivadores ilustres. No suele nombrarse, sin embargo, otra tradición de la que las Memorias biográficas de pintores extraordinarios es claramente precursora, quizás porque ésta es sólo una carretera secundaria dentro de la red principal de carreteras y autopistas de la Historia de la Literatura. Pero ya sabemos que viajando por carreteras secundarias es cuando se ven las cosas más interesantes. Martínez-Lage nos habla de ello en el postfacio que acompaña a la traducción. Se trata de las colecciones de biografías imaginarias, tradición de la que forman parte obras memorables como Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges o La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño. (Martínez-Lage nombra también a Walter Pater, Max Beerbohm y Alfonso Reyes: habrá que tenerlos en cuenta)

La cuestión es que el libro me gustó. Se trata de las biografías breves de seis artistas imaginarios escritas como sátiras de los pintores de la escuela flamenca. Allá donde leas algo sobre esta primera obra juvenil alguien se enzarzará en la discusión de si lo creó como una guía para los cuadros de artistas flamencos de la colección familiar o si son pura fantasía; también se discutirá la edad a la que lo escribió. Sea cual sea la intención o la temprana edad a la que lo hizo, su lectura evidencia una mente juvenil en plena forma. Es un libro sobre arte. No sé hasta qué punto puede llegar a decirse que Beckford nos da su visión de lo que es arte y de lo que no lo es; lo que sí nos deja claro, hoy que tanto nos preocupa esta delicada distinción, es lo que a él le parece un camino equivocado: el virtuosismo técnico llevado a extremos absurdos, el gusto poco “refinado” creado por la filistea moral burguesa (y los arribistas que lo halagan), las disquisiciones ingeniosísimas pero estériles sobre aspectos pueriles o secundarios, la vida necesariamente sombría del artista. Quizás sean ideas ya superadas, alejadas de los discursos actuales que reflexionan sobre lo artístico, pero hay algo sobre la actitud del artista que sí tiene plena vigencia. No acierto a explicar con alguna lucidez lo que significa esa actitud, aunque creo que tiene que ver con aquella frase de Leonardo da Vinci: «La pittura è una cosa mentale». Quizás ya hoy ésa es también una idea que padece la obsolescencia y se vuelve a valorar el objeto tangible, el arte anclado en la realidad de los sentidos.

En cualquier caso, sea lo que sea lo que nos cuenta William Beckford —el rico heredero que dedicó su vida a rodearse de arte y de libros, a escribir por el puro placer de hacerlo, a construir extravagantes mansiones neogóticas a modo de templos de la ilustración, a viajar y contar sus peripecias— lo hace con humor, imaginación e inteligencia.